𝐄𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐦𝐮𝐫𝐦𝐮𝐥𝐥𝐨𝐬, 𝐜𝐞𝐧𝐬𝐮𝐫𝐚𝐬 𝐢𝐧𝐯𝐢𝐬𝐢𝐛𝐥𝐞𝐬 𝐲 𝐜𝐚𝐧𝐜𝐢𝐨𝐧𝐞𝐬 𝐩𝐨𝐩𝐮𝐥𝐚𝐫𝐞𝐬, 𝐥𝐚 𝐦𝐮𝐣𝐞𝐫 𝐜𝐚𝐫𝐢𝐛𝐞𝐧̃𝐚 𝐚𝐮́𝐧 𝐝𝐞𝐛𝐞 𝐧𝐚𝐯𝐞𝐠𝐚𝐫 𝐞𝐧𝐭𝐫𝐞 𝐥𝐚 𝐥𝐢𝐛𝐞𝐫𝐭𝐚𝐝 𝐩𝐞𝐫𝐬𝐨𝐧𝐚𝐥 𝐲 𝐥𝐚 𝐯𝐢𝐠𝐢𝐥𝐚𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐡𝐢𝐬𝐦𝐨𝐬𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐞𝐱𝐢𝐠𝐞 𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐩𝐨𝐫 𝐭𝐨𝐝𝐨.
Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com
En el Caribe colombiano existe un personaje omnipresente, escurridizo, pero influyente: el chismoso. No es sólo quien transmite rumores. Es un personaje con poder simbólico. Se autoproclama censor moral, fiscaliza la vida ajena, exige explicaciones y determina, en muchos casos, qué se puede hacer y qué no. Pero lo más sorprendente es que la gente, incluso cuando afirma “me importa un carajo lo que digan”, termina actuando con la intención de quedar bien ante él.
El chismoso caribe, a diferencia del chismoso de otras regiones, no se limita al comentario ocioso. Aquí tiene rango de institución. Es un regulador informal del comportamiento social. Funciona como un juez invisible que impone sanciones simbólicas: el desprestigio, la murmuración, el rechazo sutil o abierto. Y lo más inquietante es que muchos aceptan ese papel como legítimo. Es decir, la gente cree que en verdad el chismoso es un censor a quien hay que rendirle cuentas.
Al respecto, el sociólogo Miguel Chajín ha planteado que el chisme en el Caribe puede interpretarse también como un mecanismo de regulación del comportamiento, una suerte de control informal que mantiene ciertas normas vigentes sin necesidad de leyes escritas.
Uno de los blancos favoritos del chismoso caribe es la mujer soltera. No la soltera silenciosa y resignada (“la solterona”) sino la mujer libre, que decide no casarse, no tener hijos y vivir su sexualidad sin pedir permiso. El Caribe acepta a la solterona tradicional: esa figura que recuerda a la Amaranta Buendía de “Cien años de soledad”, que se encierra en casa, cuida sobrinos y se vuelve una extensión del hogar familiar. Pero la mujer soltera que se goza la vida es una amenaza.
La soltera libre rompe el molde. No se sacrifica, no se esconde, no pide perdón, gana su propio dinero, decide cuándo y con quién acostarse, viaja, se viste como quiere y no se doblega ante la mirada inquisidora. Y eso desestabiliza el relato patriarcal. Por eso se convierte en objetivo de murmullos, bromas hirientes e insinuaciones maliciosas.
Hay una especie de ansiedad social frente a las mujeres que no rinden cuentas. Se les exige justificar su soltería, aclarar por qué no tienen hijos, explicar si están “esperando a alguien” o si son demasiado exigentes. Se teoriza sobre ellas, como si fueran un problema a resolver. Y ellas, aunque digan que no les importa, muchas veces terminan explicando y justificando. Dicho de otro modo: rindiendo cuentas.
Porque en el Caribe, incluso la rebeldía debe presentarse de forma explicable. El discurso de “me importa un carajo lo que digan” suele ser una armadura que revela, paradójicamente, que sí importa, pues lo que de verdad no preocupa sencillamente se olvida, no se menciona. Pero esa frase es una forma de defensa en contra de un entorno que siempre está opinando.
La música caribeña ha colaborado activamente en reforzar este sistema de vigilancia. En muchos vallenatos tradicionales se castiga a la mujer que dice “no”. Se le acusa de ser pretenciosa, orgullosa y se le pronóstica que terminará “vistiendo santos”. Se le niega la posibilidad de elegir, de reservarse o de simplemente no querer.
El mensaje es claro: la mujer debe entregar su sexualidad a un hombre, no como una decisión libre, sino como una obligación social. Si no lo hace, será acusada de machorra, de malagradecida, de mala cabeza y de desperdiciar su belleza. La libertad femenina se vuelve un acto subversivo; y la música, en vez de celebrarla, la vigila.
Incluso, en géneros que apelan al romanticismo o la sensualidad se percibe una constante: el deseo del hombre es incuestionable; y el rechazo femenino, inadmisible. Si la mujer no responde, se activa el castigo simbólico: la canción, el rumor, la calumnia, el apodo, la burla y hasta la agresión verbal descarada.
La soltera libre, entonces, es una figura molesta. No porque haga daño, sino porque no cumple el guion. Y el Caribe adora los guiones claros. La mujer que goza su soledad, que vive con plenitud y sin escándalo, que se baña de cerveza, libros, música y autoerotismo, representa una grieta en la narrativa colectiva.
Y lo más curioso es que muchas veces el chismoso es una mujer. No como enemiga, sino como heredera del mismo sistema comunitario que la formó. Reproduce el juicio, lo transmite, lo justifica. A veces por frustración, otras por miedo. Porque si otra se atreve, pone en evidencia que otra también pudo haberse atrevido y no lo hizo por miedo al chismoso caribe.
Vivimos una época donde el discurso de la liberación femenina ha calado en las ciudades, en las redes y hasta en los círculos académicos. Pero en lo cotidiano, en la calle, en la tienda y en el barrio, aún pesan los esquemas tradicionales.
Por eso las mujeres caribes, aunque se muestren como libres, todavía se sienten obligadas a fingir, a ocultarse, a declarar a medias, a reacomodar sus verdades y a seguir el libreto escrito por el machismo. No porque sean débiles, sino porque el entorno exige una relatoría que no siempre se ajusta a sus vidas. Y romper con ese imaginario requiere una energía enorme.
En teoría, el Caribe aplaude a la mujer libre, pero la somete a prueba permanente en la práctica.
Lo que está en juego no es sólo la reputación sino la legitimidad, el derecho a existir sin justificación, a no ser ni víctima ni heroína y a simplemente ser. Y eso es lo que más le cuesta aceptar al chismoso caribe: que una mujer no tenga que explicar nada, ni ceder nada, ni rendirle cuentas a nadie. Y ante un reto como ese, la calumnia intenta que la víctima se sienta obligada a aclarar los equívocos. Es decir, a rendir cuentas.
Mientras tanto, muchas mujeres seguirán escribiendo sus historias en libretas privadas, practicando el silencio como defensa y disfrutando de su libertad en voz baja, porque todavía hay un ruido afuera que no tolera la alegría sin permiso.
Pero llegará el día en que ese ruido se vuelva eco. Y entonces, por fin, la mujer caribe podrá vivir su libertad, no como acto de rebeldía sino como parte de su naturaleza.
Y ya no tendrá que decir: “mejor así”, porque será mejor, de verdad.