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¿Se le están acabando los 15 minutos de gloria a nuestra música de acordeón?

𝐒𝐢𝐧 𝐜𝐮𝐥𝐩𝐚𝐬 y 𝐬𝐢𝐧 𝐧𝐨𝐬𝐭𝐚𝐥𝐠𝐢𝐚𝐬 𝐟𝐨𝐫𝐳𝐚𝐝𝐚𝐬, 𝐮𝐧𝐚 𝐦𝐢𝐫𝐚𝐝𝐚 𝐡𝐨𝐧𝐞𝐬𝐭𝐚 𝐚𝐥 𝐦𝐨𝐦𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐚𝐜𝐭𝐮𝐚𝐥 𝐝𝐞𝐥 𝐯𝐚𝐥𝐥𝐞𝐧𝐚𝐭𝐨 𝐲 𝐚𝐥 𝐥𝐮𝐠𝐚𝐫 𝐪𝐮𝐞 𝐨𝐜𝐮𝐩𝐚 𝐡𝐨𝐲 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐜𝐨𝐫𝐚𝐳𝐨́𝐧 𝐝𝐞 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚 𝐥𝐚 𝐦𝐮́𝐬𝐢𝐜𝐚 𝐝𝐞 𝐚𝐜𝐨𝐫𝐝𝐞𝐨́𝐧.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Durante décadas, la música de acordeón de Colombia (y en especial el estilo vallenato) fue el sonido que definió la identidad musical de la Región Caribe y del resto del país.

Con su alma de acordeón y sus versos campesinos, pasó de ser una expresión casi exclusiva de zonas rurales a convertirse en la música más escuchada, producida y celebrada del país. Sin embargo, como todo en la cultura, su reinado no podía ser eterno; y, aunque decirlo puede molestar, es justo reconocerlo: a nuestra música de acordeón parece estársele acabando el tiempo en el centro de la escena.

No se trata de una sentencia ni de un lamento, sino de una observación que parte del tiempo y su manera de hacer relevos. La música (como el arte, la moda, los lenguajes) vive de ciclos; y el vallenato, que durante los años 70, 80, 90 y principios de los 2000 vivió su mayor esplendor, hoy parece estar atravesando una etapa de fatiga. Ya no produce la misma emoción colectiva, ya no lidera las listas ni las conversaciones. No ha muerto, pero ya no arde como antes.

Curiosamente, este auge no siempre fue natural. Durante mucho tiempo, el vallenato fue despreciado en zonas urbanas del Caribe colombiano. Era visto como cosa de campesinos, una música “menor”, un asunto de gente corroncha y de cultores montunos. Pero, a pesar de todo eso, poco a poco fue ganando terreno. Primero en fiestas populares, luego en la radio; después, en los escenarios nacionales. Fue a finales de los años 70 cuando esta música logró abrirse paso con fuerza y, para hacerlo, otras músicas (como la andina, la tropical, la balada colombiana, la nueva ola o la carrilera) tuvieron que hacerse a un lado.

Ese movimiento fue posible gracias a una camada poderosa de artistas que supieron enriquecer el género. Pedro García, Alfredo Gutiérrez, Jorge Oñate, los hermanos Zuleta, Diomedes Díaz,  El binomio de oro, Daniel Celedón y Silvio Brito, entre otros… no sólo modernizaron el sonido sino que también le dieron un imaginario  más complejo, más universal y una estructura decididamente comercial, pero sin traicionar su esencia. Así, el vallenato dejó de ser música regional y se convirtió en fenómeno nacional.

Pero ahora el péndulo se mueve de nuevo. El protagonismo de la música de acordeón ha ido cediendo frente a las nuevas tendencias sonoras, especialmente las de corte urbano o digital, lo que no es culpa de los jóvenes. Ellos están haciendo lo que les corresponde: crear desde su tiempo, desde su sensibilidad, con o sin interés monetario, con o sin apego a las raíces. Es más, si no sienten el género en el corazón, están produciendo lo que el mercado les pide. Esa es su forma de expresarse. No hay villanos en este cambio. No es culpa de nadie. Se trata de un proceso natural, propio de cualquier área de la cultura.

Algunos puristas quieren vilipendiarlos por usar la etiqueta de “vallenato” cuando, en realidad, sus canciones poco tienen que ver con la tradición; y quizás tienen razón. Pero también hay que entender algo: el término “vallenato” se volvió una marca, un rótulo comercial que funcionó; y, como toda marca, hoy es útil para vender. Llamarlo así les abre puertas. Es más una estrategia de mercadeo que una declaración de identidad.

Personalmente, esa “nueva ola del vallenato” no me dice nada. No me emociona, no me conmueve. Pero no por eso la lapido. Simplemente no la oigo. En mi rol como comunicador de radio, la promociono porque es mi deber. Mi ética profesional está por encima de mis gustos personales. Pero entiendo a quienes no conectan con esos sonidos. Porque más allá del ritmo o del estilo, parece que algo falta: ¿será la poesía? ¿La emoción? ¿La originalidad? ¿Los arreglos? ¿La voz con alma?

Me hago esas preguntas sin desconocer que entre los nuevos exponentes hay muy buenos músicos y cantantes, pero parece que sus intereses artísticos están más allá de continuar fortaleciendo la evolución que lograron los hijos y nietos de los juglares desde los años setenta, lo cual es respetable, pues considero que ellos tienen el derecho a expresarse según la visión del mundo que les ha tocado en suerte.

Pero aquí surge una pregunta clave: ¿por qué nuestros abuelos y padres, que crecieron con los juglares del vallenato raizal, supieron acoger sin mayor resistencia la llegada de figuras como Diomedes Díaz, Rafael Orozco o Jorge Oñate, mientras que ahora nuestra generación no logra aceptar del todo la propuesta de los más jóvenes?

La respuesta quizá esté en la calidad del cambio. Aquella generación de artistas no sólo innovó: mejoró, enriqueció el género, pulió la composición, elevó la interpretación, refinó la producción y enalteció a los compositores y a los integrantes del conjunto.

En cambio, hoy asistimos a una producción masiva, repetitiva y a veces vacía, una música pensada más para viralizar que para quedarse. Una música funcional, sí, pero poco entrañable. Lo otro es que a duras penas sabemos quién es el acordeonista. El resto del grupo se invisibilizó. El único que brilla es el cantante. Tanto es así que todo el mundo lo identifica, pero raras veces se acuerdan siquiera de los títulos de sus canciones.

Algo parecido le pasó a la salsa en los años 70. Su auge fue tan grande que llegó a saturar. Se volvió ruido, zumbido y fatiga. Pero luego, a mediados de los 80, supo reinventarse con la salsa romántica. Eso aún no ha pasado con nuestra música de acordeón. Tal vez ocurra más adelante. Ojalá. Por ahora, lo cierto es que ya no enciende las emociones de antes. Para corroborarlo, sólo hay que fijarse en las celebraciones de los fines de semana en la Región Caribe: pura música de acordeón de hace 30 y 40 años. Es que cuando el alma no vibra, es difícil sostener una gloria.

El acordeón no ha muerto, porque ahí están las parrandas típicas y los festivales de estilo vallenato y sabanero para ratificarlo. Pero sí está pidiendo descanso. No para desaparecer, sino para dejar que otras propuestas musicales avancen, como él mismo lo hizo en su momento. Es el curso natural de la música. No hay que llorarlo ni idolatrarlo. Sólo hay que comprenderlo.

Pero en estos momentos, siento que esa música se está volviendo un ruido, una cantaleta, una saturación, una fatiga que pide descanso a gritos. Quisiera equivocarme. ¿Ustedes qué opinan?

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