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Édgar Garcés, un lente y una eterna búsqueda

La penumbra, los cuerpos, la fiesta populachera y el lenguaje de los desconocidos hacen parte del imaginario que este fotógrafo cartagenero carga en su portafolio de emociones.

Rubén Darío Álvarez Pacheco, muchachon@rinconguapo.com

Por las calles de Cartagena camina un artista que no busca capturar lo que brilla, sino lo que arde.

Su nombre es Édgar Garcés Llamas, y su cámara no es un instrumento técnico sino una prolongación del alma. A diferencia de los lentes que repiten sin cesar las postales del centro histórico, los suyos apuntan a los rincones donde la historia oficial no se atreve a mirar. Lo suyo no es la repetición sino la revelación.

Criado en el barrio Crespo, Garcés creció entre playas ventosas, televisores que escupían películas estadounidenses de los años setenta y una Cartagena popular que bullía en música, cuerpos, desorden y dignidad. De niño admiró la estética de la cultura norteamericana, pero no se quedó en la fascinación importada: con los años, convirtió esa sensibilidad visual en una herramienta para mirar, de otra manera, su propia ciudad.

Su nombre es respetado entre fotógrafos y artistas por una razón poderosa: ha logrado dotar de misticismo y profundidad las realidades que otros prefieren silenciar o simplificar. Su obra más reconocida gira en torno a la fotografía erótica de mujeres negras del Caribe, pero sería una injusticia llamarla solamente “erótica”. En sus imágenes, los cuerpos no están expuestos: están consagrados.

Las mujeres que retrata —casi siempre en penumbras, a contraluz o bajo la luz filosa del trópico— no son objetos sino presencias. Presencias antiguas, como si vinieran del eco de una civilización sumergida, del linaje perdido de reinas africanas, de diosas hechas carne que la historia colonial intentó borrar. En ellas hay poder, hay fuego, pero también un silencio reverente que impone respeto.

Garcés no dirige ni controla a sus modelos. Más bien las escucha. Las deja emerger desde su propia corporalidad. Lo que hace es enmarcar ese instante donde el cuerpo deja de ser carne para volverse símbolo, paisaje y palabra no dicha. Cada fotografía suya es una especie de altar visual: el cuerpo como sitio sagrado y el deseo como camino hacia la memoria.

Pero reducir su obra a esta línea sería, también, amputarla. Garcés ha recorrido con su cámara los lugares más emblemáticos de Cartagena, pero no para repetir el villorrio ensoñado de los turistas, sino para desentrañar el otro, el que se esconde entre sombras o el que habla en voz baja. Sus fotos nocturnas del centro histórico parecen escenas de una ciudad que sueña o que recuerda.

Balcones cerrados, esquinas húmedas y faroles encendidos que no alumbran tanto como invocan. En su mirada, Cartagena no es una ciudad colonial preservada en ámbar sino un organismo vivo que respira nostalgia, misterio y contradicción. Uno siente, al ver esas imágenes, que la ciudad le está contando secretos.

Fuera del centro, el viaje se vuelve más visceral. En el mercado de Bazurto, por ejemplo, Garcés ha capturado el alma caliente del caos. Vendedores de frutas, cocineras con el rostro brillando de aceite y alegría, cargadores de bultos, carretilleros exhaustos, cantineros, loteros, gritones y bailadores. Ahí, donde la ciudad hierve y suda, su lente no juzga ni embellece: simplemente registra la energía vital.

Lo mismo ha hecho en La Boquilla, retratando a pescadores que parecen salidos de otra época, con los ojos fijos en el horizonte y las manos curtidas de salitre. O con los habitantes invisibles de las calles: vagabundos que viven entre cartones, hijos de una ciudad que a veces los olvida, pero que Garcés se encarga de recordar con compasión.

Su obra es también un archivo de la fiesta popular. En los barrios más pobres, se ha metido entre los bailes de picós, capturando cuerpos contorsionándose al ritmo de la música africana, como si danzar fuera también una forma de resistencia. Sus imágenes tienen el pulso del tambor, el sudor de la calle y el desenfreno sin pose.

En cada bus urbano, en cada calle polvorienta, encuentra belleza. No una belleza de catálogo, sino una que emerge desde lo vivido, lo desgastado o lo real. Como si dijera: no hay que irse lejos para encontrar poesía; basta con abrir los ojos en Bazurto, en Chambacú, en Olaya Herrera, en El Pozón, en Mandela o en el barrio propio.

A pesar de la fuerza estética de sus fotografías, Garcés no se presenta como un artista de élite. Tiene la serenidad de quien sabe que su trabajo no es oropel, sino espejo. Por eso, muchos en Cartagena lo consideran uno de los suyos, uno que ha logrado lo que pocos: mirar desde dentro.

No habla con grandilocuencia. Prefiere citar películas, canciones, escenas callejeras. Su formación personal no fue académica ni foránea, sino emocional: un cruce entre el cine setentero, la música afroamericana, los barrios populares y una sensibilidad aguda que no se aprende en libros.

Hoy, su archivo fotográfico se ha convertido en una memoria paralela de Cartagena. Una memoria donde no hay murallas blancas sino pieles negras; donde no hay galeones ni piratas, sino vendedores de agua y mujeres bailando champeta. Una ciudad que nunca apareció en los cuadros coloniales, pero que ha estado siempre ahí.

En su lente, Cartagena no se disfraza: se revela. Y lo que se revela es doloroso y bello, como toda verdad. Por eso sus fotos conmueven. Porque no son decorativas ni complacientes, sino necesarias. Porque, al verlas, uno siente que alguien por fin nos está mostrando la ciudad tal como es, y no como quisiéramos fingir que es.

Garcés no ha hecho de la fotografía una carrera, sino una forma de pertenecer, una manera de estar en el mundo. No retrata lo que ve: retrata lo que siente. Por esa razón su obra no sólo se mira, también se escucha, como si detrás de cada imagen hubiera un bongó, una voz y una historia viva.

En tiempos donde la estética suele volverse espectáculo, la suya es una estética de la verdad. Y eso, en una ciudad como Cartagena, es un acto radical.

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